MICHAEL SPENCE*
La desaceleración del crecimiento, la inflación más tenaz de las últimas décadas, el estancamiento de la sostenibilidad y el costoso endeudamiento mantienen cercada a la economía mundial desde la pandemia y están lastrando la inversión, enormemente necesaria en ámbitos como la transición energética. Pero el obstáculo más duro posiblemente sea el anémico aumento de la productividad desde la crisis financiera mundial.
La IA brinda una oportunidad inigualada para desatar las restricciones de la oferta que han atascado el crecimiento, renovado las presiones inflacionarias, encarecido el capital, desbaratado y acotado el espacio fiscal y obstaculizado el avance hacia la sostenibilidad, porque ofrece la posibilidad no solo de revertir la tendencia decreciente de la productividad, sino también de infundirle un estímulo potente y sostenido.
Obviamente, habrá que tener paciencia. Al igual que en otros episodios de transformación tecnológica, la ley de Roy Amara se repite hoy: tendemos a sobreestimar los efectos a corto plazo y a subestimarlos a más largo plazo. Sin más fundamento que los actuales patrones de inversión, me animaría a decir que podrían comenzar a verse efectos significativos en la productividad de la mano de obra para fines de esta década.
Todo esto es resultado del choque de tres intensas fuerzas
La primera son shocks como la guerra, la pandemia, el cambio climático, las tensiones geopolíticas y el resurgente nacionalismo, sumados al peso creciente de la seguridad nacional en la conducción de la política económica internacional. Estos trastornos, cada vez más graves y frecuentes, están consolidando la diversificación y la resiliencia de las redes de suministro internacionales, pero representan una presión costosa que puede alimentar la inflación.
Por ejemplo, parte de la fabricación de Apple se ha trasladado a India, que ahora produce el 15% de los iPhones. Entre tanto, aunque no se ocupan del diseño, Corea del Sur y la provincia china de Taiwán son los únicos fabricantes de los semiconductores más avanzados, una situación insostenible en términos de la seguridad nacional.
La diversificación del abastecimiento está respaldada por iniciativas que buscan reinternalizar las cadenas de suministro importantes o al menos trasladarlas a países amigos, negando a los adversarios acceso a bienes, tecnología y capital. Algunas de estas políticas proteccionistas pretenden proteger a los trabajadores de la competencia extranjera.
Su consecuencia ha sido una rápida fragmentación de las redes de suministro internacionales desde la pandemia, que habían sido más cohesivas en los años de posguerra, ceñidas en gran medida a criterios económicos como la eficiencia y la ventaja comparativa. Hoy resulta imposible maximizar la resiliencia y minimizar los costos al mismo tiempo. Y como ya nadie minimiza los costos, esta transformación estructural, entre muchos otros factores, genera presiones inflacionarias.
Tendencias seculares
Aunque las cadenas de suministro se recuperaron tras la pandemia, la segunda fuerza de choque se manifiesta en tendencias seculares que restan aún más elasticidad de la oferta a la economía e incrementan los costos. Se trata del declive de la productividad, sobre todo en las economías avanzadas, acompañado del envejecimiento de la población en economías que generan más del 75% de la producción mundial. A esto se suman las decrecientes tasas de fecundidad y la creciente longevidad, que frenan el crecimiento de la fuerza laboral —o incluso lo recortan— por lo que hay menos trabajadores para financiar más pensiones. Según el régimen de seguridad social, esta situación crea dificultades fiscales en un contexto de elevadas tasas de política monetaria. Es notable que muchas economías avanzadas sufran falta de mano de obra en sectores con mucho empleo. Frente a una enérgica demanda agregada, esto ha obstaculizado el crecimiento y avivado la presión inflacionaria, sobre todo en Estados Unidos. Algo parecido ocurre en el mercado laboral alemán.
Una de las consecuencias de la pandemia fue el aumento de la deuda soberana en economías muy diversas. A nivel internacional, la deuda soberana es hoy superior al producto interno bruto mundial. En Estados Unidos, con un coeficiente del 120%, continúa aumentando por encima de este umbral. El coeficiente de deuda en Europa es del 88,6%, donde España, Francia, Bélgica y Portugal se ubican por encima del promedio, y Grecia e Italia, muy por encima. La deuda soberana de China parece ser más baja, excepto si se tienen en cuenta las compañías estatales, que constituyen una parte significativa del sector empresarial. Esta situación se debe en parte al gasto gigantesco que permitió evitar sufrimiento humano, el cierre de negocios y un impacto negativo en la situación económica de los hogares y las empresas durante la pandemia. Una de las razones por las cuales la demanda conservó el vigor pese al alza de las tasas de interés es precisamente el hecho de que los balances sufrieron mucho menos en la pandemia que durante la crisis financiera internacional.
El último factor digno de mención en esta segunda categoría es el desvanecimiento de la potente fuerza deflacionaria que viene asociada desde hace décadas a la expansión de las economías de mercados emergentes y a la incorporación a la economía mundial de grandes segmentos de capacidad productiva, en especial aunque no exclusivamente en China.
Este es el “punto de inflexión de Lewis”, la etapa de crecimiento en la cual la mano de obra subempleada y desaprovechada de los sectores tradicionales de una economía de mercado emergente prácticamente se agota, absorbida por la urbanización y por partes mejor conectadas de la economía.
A pesar de los shocks y de los obstáculos seculares, contamos con el talento y las herramientas para promover el crecimiento, la inclusión y la sostenibilidad en la economía mundial.
La productividad merece especial atención. En Estados Unidos, aumentó en promedio 1,68% entre 1998 y 2007, cuando se popularizó el acceso a Internet y, luego, a la telefonía móvil. Entre 2010 y 2019, ese aumento disminuyó a 0,38% a lo largo y a lo ancho de la economía. El aumento de la productividad en los sectores de bienes y servicios transables, que suelen ser más productivos a pesar de emplear a menos de una cuarta parte de los trabajadores, cayó de 4,27% a 1,23%, y en los sectores de servicios no transables, más extensos y menos productivos, de 0,73% a cero.
Lo asombroso es que, a pesar de todo esto, Estados Unidos ha tenido un desempeño estelar en comparación con otras economías avanzadas, incluida la totalidad de Europa, que entre otras cosas demoró la adopción y el emplazamiento de tecnologías digitales con eficacia y cuyos sectores tecnológicos no están tan desarrollados como los de Estados Unidos y China.
La productividad medida avanzó ligeramente durante la pandemia, en gran parte porque las industrias menos productivas estaban parcialmente cerradas mientras los sectores más productivos trabajaban a distancia. Se necesitan más datos para saber si esa mejora es perdurable, pero en otras economías desarrolladas se observa algo parecido.
Desde el punto de vista del crecimiento, el efecto combinado de estas dos fuerzas es una transición relativamente rápida de limitaciones de la demanda a limitaciones de la oferta. El crecimiento es anémico. La inflación persiste. Las tasas de interés reales se mantienen elevadas. Somos muchos los economistas que coincidimos en que estas condiciones estructurales significan que la deuda probablemente seguirá siendo costosa —ciertamente más que durante la década que siguió a la crisis financiera mundial—, con importantes consecuencias para el mundo de la inversión, en el cual el costo de capital y las tasas de descuento se mantendrían elevados, con valoraciones deprimidas.
Ahora bien, los inversionistas discrepan y cambian de opinión sobre la probable trayectoria de las tasas de interés. Por ejemplo, las expectativas del año pasado de siete recortes del 0,25% de la tasa de la Reserva Federal este año se vieron rápidamente defraudadas. Hoy, los mercados descuentan uno o dos recortes. Las expectativas podrían terminar apuntando en la misma dirección que las condiciones estructurales, hacia tasas persistentemente más altas.
Revoluciones tecnológicas
Esto nos lleva a la tercera fuerza: ciencia y tecnología. Hay tres transformaciones revolucionarias en marcha, si no más. Una es la transformación digital que arrancó hace unas décadas y que se está agilizando gracias a la IA; otra, la revolución en biociencias y ciencias biomédicas; y la última, las tecnologías de transición hacia la energía sostenible.
Las tres atraen abundantes inversiones. El progreso se está acelerando no solo gracias a las innovaciones, sino también a poderosas herramientas cada vez más accesibles y menos costosas. Los costos de la energía solar se han desplomado en la última década, y han proliferado otros adelantos, desde los semiconductores avanzados hasta la secuenciación del ADN y los modelos tridimensionales de cientos de millones de proteínas almacenados en una base de datos abierta al público.
Destinadas a usos productivos, estas flamantes tecnologías impulsarán profundos cambios estructurales en el mundo entero. No podemos predecir hasta dónde llegarán, pero el efecto seguramente será sustancial.
Los beneficios de la IA influirán en la investigación científica y tecnológica, desde la biología hasta la física y la ciencia de materiales, y desempeñarán un papel crítico en la transición energética.
Las nuevas tecnologías podrían dar un impulso fuerte y sostenido a la productividad, como expliqué el año pasado en un artículo sobre el potencial de la IA generativa, junto con James Manyika de Google. Esto coincide con estimaciones como las del Instituto Global McKinsey.
La IA generativa es la primera IA con capacidad humana para operar en múltiples ámbitos y pasar de uno a otro guiándose solamente por indicios conversacionales. Puede hablar de la inflación, escribir código de programación y realizar algunas operaciones matemáticas (limitadas, por el momento). Gracias a un reconocimiento de patrones superhumano, es un magnífico asistente digital. Un modelo que supera a la plena automatización es la colaboración entre máquinas y humanos conocida como inteligencia aumentada.
Geoffrey Hinton, pionero de las redes neuronales, hace una interpretación especial de sus implicaciones. Por ejemplo, una médica experimentada puede haber tratado a miles de pacientes, pero la IA puede analizar y absorber cientos de miles de casos y ayudarla no solo a ella, sino también a sus colegas con menos experiencia. Esto coincide con los estudios de la aplicación de la IA en otros ámbitos, como la atención al cliente, donde los asistentes digitales, entrenados con pasadas interacciones, son más productivos y aún más útiles que los agentes menos experimentados.
La IA tiene aplicaciones en toda la economía, por sector y tipo de trabajo, como tecnología de utilidad general, la única prestación capaz de estimular la productividad en todas las industrias.
Gracias en parte a semiconductores avanzados, las aplicaciones de IA ya forman parte de dispositivos personales como los teléfonos, pero no será posible aprovecharlas al máximo sin resolver ciertos obstáculos. Uno es la adopción de reglas contra el uso indebido de la tecnología y de los datos, que ha puesto en marcha iniciativas a escala internacional.
Otro es el sesgo de automatización, o lo que Erik Brynjolfsson llama la trampa de Turing; es decir, la marcada tendencia a considerar que, por ser una automatización total, esta tecnología reemplazará a los humanos.
Esa es la versión que se repite en los medios de comunicación y en el diálogo de empresarios y autoridades, y que se ve reflejada en la preocupación general en torno a drásticas pérdidas de empleo.
En términos de la política pública, lo más importante probablemente sean los posibles beneficios. Para que la IA pueda llegar a producir su pleno impacto económico, debe ser accesible a todos los sectores de la economía y desde la pequeña hasta la gran empresa. No cabe duda de que las gigantescas inversiones en sectores como la tecnología y las finanzas tendrán un profundo impacto, pero las aplicaciones deben extenderse a sectores con muchos trabajadores que suelen quedar a la zaga, como el gobierno, la atención de la salud, la construcción y la hostelería. Los estudios sobre la adopción digital antes de la IA indican que esta amplia difusión no está garantizada y que, si queda a la merced de las fuerzas del mercado, la divergencia no es posible, sino probable.
Comparadas con la atención que acaparan la mitigación de riesgos y el uso indebido de las tecnologías, las políticas de accesibilidad, difusión y capacitación para aprovechar la IA a fondo han pasado a segundo plano. Es necesario reequilibrarlas, sin sacrificar unas por otras. Esto no significa que los gobiernos deban consagrar ganadores o campeones nacionales; por el contrario, una sana competencia tiene que estar presente en las políticas. Parte de la atención debe estar puesta en los sectores y los participantes que quizá tarden en descubrir y adoptar tecnologías, como la pequeña y mediana empresa. Y como el empleo cambiará al colaborar con la IA, la reorientación laboral y la adquisición de aptitudes merecen un lugar prioritario.
Las dificultades por superar
Los beneficios de la IA no se limitan a contrarrestar los problemas de productividad y crecimiento que siguieron a la pandemia; más bien, influirán en la investigación científica y tecnológica, desde la biología hasta la física y la ciencia de materiales, y desempeñarán un papel crítico en la transición energética.
La pericia, la potencia de cómputo y el rápido aumento de la demanda de electricidad son los principales obstáculos a la hora de crear modelos de IA generativa cada vez más potentes. El acceso a datos no plantea una limitación grave, ya que en Internet abunda la información necesaria para entrenar sistemas. Por supuesto, hay IA que no pertenece a la categoría generativa y que es potente e importante. Un ejemplo es AlphaFold, un sistema de IA que predice las estructuras tridimensionales de las proteínas y que requiere datos biológicos y conocimientos especializados sobre el plegamiento de proteínas.
También es cierto que las megaplataformas que están impulsando la IA generativa tienen modelos comerciales que dependen de datos personales y una focalización muy precisa. Pero para entrenar grandes modelos lingüísticos, por ejemplo, no se necesitan datos personalizados y delicados.
Los sistemas suficientemente potentes como para entrenar modelos con miles de millones de parámetros residen en gran medida en la nube, en sistemas de computación pertenecientes al sector privado, sobre todo estadounidense y chino. Eso, sumado a la caza de expertos, pone a la ciencia y al mundo académico en desventaja. Extender la infraestructura computacional a un amplio universo de investigadores e innovadores representa un importante paso para democratizar la formación de una comunidad abierta con un buen equilibrio entre la innovación académica y la privada. Ese equilibrio posibilitará una difusión generalizada.
Europa corre el riesgo de quedarse a la zaga de Estados Unidos y China en la creación y aplicación de IA por tres razones. Primero, en términos relativos, la Unión Europea no dedica suficientes fondos a la investigación básica; segundo, los investigadores no cuentan con la misma potencia de cálculo; tercero, no se aprovecha al máximo la escala de la economía europea. Con costos de desarrollo fijos elevados y costos variables relativamente bajos en tecnología digital e IA, la escala constituye una ventaja enorme en términos del rendimiento de la inversión. Los mercados de capital europeos siguen fragmentados, y la integración de los mercados de servicios es incompleta y está dificultada por la disparidad de la normativa a nivel nacional. Queda por ver si esta situación perdurará o cambiará tras las recientes elecciones en el Parlamento Europeo. Dos informes a la Comisión Europea —uno de Enrico Letta y otro que presentará Mario Draghi— defienden elevadas inversiones en tecnología digital.
En el mundo de la IA, China es una potencia. India, con profundas raíces en la tecnología digital, un mercado interno amplio y en crecimiento, y extensas reservas de capital humano en ingeniería, probablemente tenga cada vez más peso.
El resto de las economías de mercados emergentes pueden beneficiarse mucho de las aplicaciones de IA, pero al menos durante los próximos años serán mayormente consumidores de tecnología de IA avanzada creada sobre todo en Estados Unidos y China.
La IA provocará trastornos y cambios estructurales a gran escala durante décadas. Hay quienes se quedarán sin trabajo a causa de la automatización o del veloz aumento de la productividad, y quienes encontrarán nuevos empleos creados por la tecnología: son los trabajadores que están en el medio los que se verán más afectados. Sus empleos no desaparecerán necesariamente, pero sí se transformarán como parte de un proceso disruptivo que exigirá aptitudes diferentes y extensos cambios organizativos. Tanto el sector privado como el público tienen un papel importante a la hora de facilitar las transiciones.
Respaldada por políticas que aceleren la difusión en toda la economía, la IA podría agilizar significativamente el crecimiento económico y revitalizar la productividad. Y si desata las restricciones de la oferta que contribuyen a la inflación, por vía indirecta podría rebajar las tasas de interés reales y abaratar progresivamente el capital. En un mundo que requiere billones de dólares de inversión para cambiar la ecuación de la eficiencia energética y la transición ecológica, ese sería un factor positivo. Y en la parte de la economía mundial que está envejeciendo, ayudaría a los trabajadores más jóvenes a financiar las pensiones actuales sin exigirles sacrificios excesivos.
A pesar de los shocks y de los obstáculos seculares al crecimiento, contamos con el talento y las herramientas para promover el crecimiento, la inclusión y la sostenibilidad en la economía mundial, pero solo si estamos dispuestos a explotarlos hasta la última gota y a la vez con buen tino.
MICHAEL SPENCE es investigador principal de la Institución Hoover, titular de la cátedra Philip H. Knight y decano emérito de la Escuela de Negocios de Stanford. Fue uno de los galardonados con el Premio Nobel de Economía de 2001.
Artículo tomado de la publicación digital del FMI, F&D FINANZAS Y DESARROLLO